En la voz del astronauta Neil Armstrong, con la célebre frase “Un pequeño paso para el hombre, pero un gran salto para la humanidad”, quedó expresado el mayúsculo avance que significó, en el ámbito de la aeronáutica, la astronomía, la ingeniería y, ciertamente, en la historia mundial, la proeza de llegar a la Luna, en 1969. Por supuesto que fue una zancada colosal; sin embargo, dos años antes, específicamente el 3 de diciembre de 1967, el hombre ya había comenzado a dar pasos agigantados, con una hazaña que ocurrió dentro del campo de la medicina y que abrió un nuevo camino de acción para salvar vidas humanas: el primer trasplante exitoso de corazón.
Completando la misión
Tuvo lugar en Ciudad del Cabo, en Sudáfrica, a cargo de los cirujanos Christiaan Barnard y Hamilton Naki. La donante fue Denise Darvall, una joven de 26 años de edad, que tenía muerte cerebral; el receptor fue Louis Washkansky, de 54 años, quien sufría insuficiencia cardíaca.
La tarde del 2 de diciembre de 1967, Denise llegó en estado crítico al hospital Groote Schuur, con lesiones severas en la cabeza, producidas a causa de un atropellamiento del que había sido víctima minutos antes. Unas horas después, se le diagnosticó muerte cerebral, sin embargo, el resto de sus órganos seguía funcionando, lo que sembró en Barnard la inquietud sobre la posibilidad de trasplantarlos, pese a que el riesgo y los obstáculos fueran muchos, pues no se tenía aún suficiente experiencia en el tema de los trasplantes y nunca antes se había realizado uno exitoso de corazón; además, estaban en una época que seguía siendo conservadora y en un país donde existía una fuerte segregación racial, sin dejar de mencionar que, en ese entonces, la muerte del cerebro no era válida legalmente para determinar el fallecimiento de una persona.
Pero Barnard sabía que se trataba de una oportunidad única; de modo que habló con el padre de la joven, le explicó la situación y le dijo que había una manera simbólica de mantener a su hija con vida, a través de conservar su corazón, latiendo en el cuerpo de otro individuo; así que le solicitó permiso para trasplantarlo. Después de un momento de meditación, el señor se lo concedió, pero aún se interponían las cuestiones legales, mismas que Barnard solucionó, desconectando a la paciente del ventilador de respiración, ante lo cual, a los pocos minutos, su presión arterial comenzó a descender drásticamente hasta el punto de que el corazón dejó de latir por unos instantes. Fue en ese momento cuando el forense dictaminó la muerte oficial de Denise y, entonces, el doctor Naki procedió a extirparle el corazón.
En la sala contigua, el señor Washkansky estaba siendo preparado para la operación, la cual se extendió por aproximadamente cinco horas durante la madrugada, que requirió de la participación de un equipo conformado por una veintena de médicos, encabezados por Barnard. Así, de un momento a otro, como por arte de “magia”, o, mejor dicho, de la ciencia, Barnard escribió su nombre en los libros de la historia de la medicina.
La intervención resultó un éxito y el paciente tuvo una evolución extraordinaria postoperatoria; no obstante, al doceavo día, su cuadro clínico comenzó a deteriorarse. Barnard y sus colegas atribuyeron la causa a un posible rechazo del órgano, por lo que intensificaron la medicación inmunosupresora, lo cual, al parecer, desencadenó una neumonía por pseudomonas, que le ocasionó la muerte al decimoctavo día después del trasplante.
Lo anterior, lejos de desanimar a Barnard, lo motivó a continuar con las investigaciones y a realizar otros procedimientos similares. Un mes después de la operación de Washkansky, efectuó un segundo trasplante cardíaco; ahora, al dentista Philip Blaiberg, quien respondió favorablemente a la cirugía y se convirtió en la primera persona en salir viva del hospital luego de someterse a una intervención de este tipo. Sobrevivió 19 meses con su nuevo corazón, tiempo en el que retomó sus actividades cotidianas e hizo su vida con normalidad. Este caso representó otro importante avance en la evolución de la medicina y de los trasplantes, pues, tras la muerte de Blaiberg, su autopsia reveló la presencia de enfermedad coronaria aterosclerótica, lo que puso sobre la mesa otro tema de estudio relacionado con los trasplantes: el rechazo crónico del órgano.
Detrás de Barnard, décadas de ciencia
Si bien la hazaña de Barnard y su equipo es digna de reconocerse, también, es cierto que ésta no hubiera sido viable sin la investigación previa de otros médicos. Se reconoce que la historia del trasplante cardíaco inicia a finales del siglo XIX, con los estudios del científico francés Alexis Carrel, sobre las anastomosis vasculares, los cuales, ya entrada la centuria de 1900, lo llevaron a poner atención a la posibilidad del traspaso de órganos con posición heterotópica, es decir, en un sitio diferente al que les corresponde dentro del cuerpo. Así, en 1905, junto con Charles Claude Guthrie, publicó su trabajo El trasplante de venas y órganos, en el que describía múltiples experimentos de trasplantes heterotópicos en animales.
Por casi tres décadas, sus investigaciones no tuvieron ningún eco. Fue hasta 1933 cuando el fisiólogo Frank C. Mann, de la Clínica Mayo, publicó dos técnicas para la realización del mismo procedimiento, aportando información acerca de la compatibilidad, al afirmar que el autotrasplante era frecuentemente exitoso; mientras que el homotrasplante (de un individuo a otro) rara vez prosperaba, independientemente del órgano o tejido involucrado. Asimismo, demostró que el corazón podía resistir cierto tiempo sin oxígeno luego de ser extraído del cuerpo de la persona; una sentencia que, quizá, hoy no resulte sorprendente, pero, en esa época, representó un gran descubrimiento.
A toda esta tesis, se le sumaron los trabajos del ruso Vladímir Petróvich Demikhov, quien, en la Universidad de Moscú, desarrolló un corazón artificial que, aunque era demasiado grande para implantarlo en el tórax de un perro, evidenció su capacidad para sustituir el funcionamiento del órgano natural por un período de poco más de cinco horas. En 1946, realizó la primera cirugía denominada piggyback heart o “corazón a cuestas”, que consistió en conectar un corazón accesorio al propio del receptor, reconociéndose el hecho como el antecesor del trasplante heterotópico cardíaco (se tiene un doble corazón). Por los años 50, dando un paso más, experimentó haciendo trasplantes de corazón con posición ortotópica en perros (el órgano del receptor es sustituido por otro), sin recurrir a la técnica de la hipotermia ni el bypass, ya que éstos todavía no se descubrían. Pese a que sus hallazgos suponían un eslabón importante en la cadena del conocimiento, Demikhov no publicó sus trabajos en inglés, sino en ruso, por lo que fue ignorado durante más de una década, hasta que salieron a la luz en 1962.
Por otro lado, paralelamente a la investigación de Demikhov, en la Escuela de Medicina de Chicago, E. Marcus y sus colaboradores llevaron a cabo una nueva técnica de trasplante cardíaco heterotópico en caninos, denominada “perfusión parabiótica provisional”, que involucraba la participación de tres perros: un donante, un receptor y otro que serviría como apoyo mientras el órgano del donante permanecía desconectado de la circulación. Esta fue la primera ocasión en la que se preservó un corazón al exterior, antes de ser trasplantado.
En 1960, el cirujano Norman Edward Shumway y su equipo de la Universidad de Stanford, en California, en un experimento de homotrasplante ortotópico en perros, lograron preservar parcialmente las aurículas y utilizaron una bomba de oxigenación para realizar el procedimiento. A este método se le conoció como “técnica de Shumway”. Finalmente, entre tantos intentos por concretar una operación triunfal a lo largo de los años, destaca el de un grupo de cirujanos de la Universidad de Misisipi, que, en enero de 1964, trasplantó el corazón de un chimpancé a un humano, resultando la cirugía un enorme acierto, no obstante, el paciente murió a las pocas horas debido a que el órgano del animal fue incapaz de realizar el retorno venoso dentro de un cuerpo mucho más grande.
Desde Sudáfrica hasta México
Dos décadas después de la efeméride de Barnard, el 21 de julio de 1988, el doctor Rubén Argüero Sánchez, junto con un equipo especializado, realizó el primer trasplante de corazón en nuestro país, en el Centro Médico Nacional ‘La Raza’, del Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS). Según relata el galeno, quien, por muchos años, fue jefe del Departamento de Cirugía de la Facultad de Medicina, en la UNAM, eran las 7:30 de la mañana cuando recibió la noticia de que, al interior del hospital, había un donador de corazón; se trataba de Eloísa Pacheco, una joven que, al igual que Denise Darvall, presentaba muerte cerebral.
Tras realizar los arreglos correspondientes, se autorizó el trasplante; sin embargo, hacía falta resolver quién recibiría el órgano. Había tres candidatos, a quienes rápidamente se les aplicaron pruebas de compatibilidad. Mientras tanto, a Eloísa se le había bajado la presión, por lo que tuvo que extirpársele el corazón y ponerlo en hielo de inmediato. Pero aún no se tenía un receptor, y, según las palabras del doctor Argüero, “no había nada en el mundo más importante que colocarlo”.
A las 4:30 de la tarde, se determinó que José Fernando Tafoya Chávez, de 45 años de edad, sería el receptor del corazón. El doctor Argüero acudió a la habitación del paciente, para notificarle la buena nueva; le dijo: “Usted decide si nos la jugamos”, a lo que el señor Tafoya respondió: “... A eso vine. ¡Órale, doctor!”. Entonces, iniciaron todos los preparativos.
La operación comenzó cerca de las 7:00 de la noche y culminó a las 10:03 en punto, cuando el corazón de Eloísa empezó a latir en el cuerpo de José Fernando; no obstante, como en todo gran acontecimiento siempre hay un momento de suspenso, el órgano no funcionó al instante, sino que tardó 18 minutos en hacerlo, los más largos e inquietantes en la vida del doctor Argüero, quien repasaba, a cada segundo de aquel período de incertidumbre, ¿qué había hecho mal?, ¿qué le había faltado? Al final, cuando el palpitar se escuchó, sintió un gran alivio, con un cúmulo de emociones, porque, más que ser el autor del primer trasplante en México, frente a él, dormía un ser humano que había recibido la fortuna de tener una segunda oportunidad de vida. Lamentablemente, José Fernando falleció al año y medio a causa de una infección estomacal.
Cerramos esta nota de la misma manera con la que iniciamos, recalcando que lo que empezó como un “pequeño paso”, con los aportes de Carrel, Mann y compañía, se transformó en una zancada mayúscula, con los trasplantes exitosos de corazón cometidos desde entonces en el mundo, que no han tenido otro propósito más que salvar vidas. Como este y el de Neil Armstrong, estamos seguros de que vendrán muchos pequeños pero grandes saltos más a favor de la humanidad.
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