Cuando la abeja reina muere
- Redacción Relax
- hace 14 horas
- 5 Min. de lectura
El drama secreto de una colmena

En lo profundo de una colmena, donde miles de abejas trabajan en perfecta armonía, existe una figura central que todo lo sostiene: la abeja reina. Pero ¿qué sucede cuando ella muere? Lo que parece un simple final de un ejemplar, en realidad, desata una historia fascinante de caos, resistencia y renacimiento de todos.
El inicio del desorden
La vida en una colmena está regida por un orden meticuloso. Cada abeja cumple su rol: las obreras recolectan néctar y polen, limpian celdas y alimentan larvas; los zánganos esperan cumplir con su único deber, el reproductivo; y, en el centro, la reina gobierna gracias a las feromonas, esas señales químicas que mantienen la cohesión de todo el enjambre.
Cuando la reina muere, la colmena lo percibe casi de inmediato. Su aroma característico, una mezcla invisible de sustancias, llamada “feromona mandibular de la reina”, desaparece. Es como si un perfume imperceptible para los humanos se desvaneciera, dejando un vacío en el aire. Entonces, comienza la agitación.
Las obreras, inquietas, recorren frenéticamente la colmena. De pronto, la armonía se rompe: el trabajo se desorganiza, los vuelos de recolección se reducen y el murmullo del enjambre cambia de tono. A falta de la reina, la colmena entra en un estado de alarma silenciosa.
Afortunadamente, hay una válvula de escape. Y es que la biología de las abejas está preparada para enfrentar estas crisis. En cuanto detectan la ausencia de la reina, las obreras comienzan un proceso de emergencia: seleccionan algunas larvas muy jóvenes —de no más de tres días— y las alimentan con jalea real, una sustancia rica en nutrientes que transforma a una simple larva en candidata a la realeza.
En esos diminutos cuerpos, que todavía parecen insignificantes, se juega el futuro de la colmena, como en una partida de ajedrez. ¿Quién será la nueva reina? La colmena ha pasado de la estabilidad al suspenso, y cada obrera parece saber que la supervivencia de todas depende de ese delicado proceso.
Lo que, para nosotros, sería un funeral, para las abejas, se convierte en el inicio de una competencia implacable. La muerte de la reina no es el final de la historia, sino el prólogo de un capítulo turbulento en el que nacerá —o no— una sucesora capaz de mantener vivo el latido de la colmena.
El nacimiento de una sucesora
Dentro de la penumbra de la colmena, las celdas reales crecen como torres doradas. Cada una alberga a una posible reina, nutrida día y noche con jalea real. Este alimento es la llave que desbloquea el potencial genético de la larva, es decir, la diferencia entre convertirse en una obrera común o en la madre de miles.
Pero la naturaleza es dura. No todas esas larvas llegarán a transformarse en reinas adultas. De hecho, el sistema está diseñado para que, al final, sólo una sobreviva. Cuando la primera reina emerge de su celda, su instinto es inmediato y despiadado: buscar las demás celdas y destruirlas antes de que sus hermanas nazcan. Con su aguijón, atraviesa las paredes de cera y elimina a las rivales en estado larval.
En otras ocasiones, si dos reinas llegan a nacer al mismo tiempo, se enfrentan en un duelo letal. No hay tregua ni mediación posible. El resultado es siempre el mismo: una única reina viva. La colmena no tolera el poder dividido, y ese momento sangriento es crucial para restaurar el orden perdido.
La nueva reina, vencedora, aún tiene un camino largo. Necesita salir de la colmena y realizar su vuelo nupcial, donde se encontrará con zánganos de otras colmenas para aparearse. Sólo después de ese ritual, podrá regresar y comenzar a poner huevos, consolidando su papel como centro de la vida.
Así, lo que comenzó como una tragedia se convierte en una historia de renacimiento. La colmena entera suspira de alivio al percibir nuevamente las feromonas que aseguran la continuidad. Ha vuelto la calma, y la maquinaria perfecta del enjambre se pone otra vez en marcha.
Pero no todas las historias terminan bien. A veces, la colmena no logra criar a una sucesora a tiempo, y la ausencia de una reina conduce a una lenta decadencia. Sin una madre que ponga huevos, la población envejece y se reduce. Las obreras, en un último intento de supervivencia, desarrollan una extraña estrategia: algunas comienzan a poner huevos, aunque sólo producen zánganos, incapaces de trabajar ni sostener la comunidad. Entonces, el equilibrio se rompe por completo. Sin obreras jóvenes que alimenten larvas y sin organización para recolectar suficiente néctar, la colmena entra en un ciclo de agotamiento. Poco a poco, las celdas se vacían, el zumbido disminuye y lo que fue una sociedad vibrante se convierte en un cascarón silencioso.
La muerte de la reina, sin relevo, significa la muerte de toda la colmena. Un final triste, pero parte natural de la vida de estos insectos, cuya existencia está entrelazada con la nuestra, pues, sin abejas, los ecosistemas y la agricultura humana también tiemblan.
El papel del apicultor

Los apicultores han aprendido a intervenir y a ofrecer una segunda oportunidad a esas comunidades condenadas. Con paciencia y conocimiento, se convierten en guardianes de un equilibrio que, de otro modo, se rompería.
Lo primero que hace un apicultor al detectar la falta de la reina es observar el comportamiento de las obreras: si están agitadas, si el zumbido es distinto, si las celdas de cría comienzan a vaciarse. Ante esas señales, existen varias estrategias. Una de las más comunes es introducir una reina nueva, criada en otro colmenar, dentro de una pequeña jaula de protección. Las obreras la olfatean, la rodean y, tras algunos días de aclimatación, la aceptan como su nueva soberana. Así, el enjambre recupera el orden perdido casi de inmediato.
Otra opción es proporcionar a la colmena un marco con huevos o larvas muy jóvenes de otra colonia. De esta forma, las obreras pueden criar a su propia reina de emergencia, como lo harían en la naturaleza, pero con la ventaja de que el apicultor guía el proceso y asegura el material biológico necesario.
En casos extremos, cuando la colmena está muy debilitada, los apicultores optan por unirla con otra más fuerte, permitiendo que ambas se integren bajo el liderazgo de una sola reina. Es una decisión difícil, pero, a veces, es la única manera de salvar a la mayor cantidad posible de abejas.
Estas prácticas muestran que la apicultura no es sólo cosechar miel; es, también, acompañar a las abejas en sus crisis, ofrecerles alternativas y, en cierta forma, convertirse en cómplices de su resiliencia. Con la ayuda humana, un reino huérfano puede volver a florecer.
Comentarios