top of page
  • Foto del escritorRedacción Relax

Cuando todo cabe en una maleta




¡Pre-ca-vi-da! Siempre fui así, o al menos, así considero que es mi personalidad. De niña, me encantaba leer la historia de las mujeres con sus lámparas de aceite, las precavidas siempre llegaban al otro lado del bosque, y las que no habían previsto llevar aceite extra tenían que esperar hasta que pasara la noche para continuar su camino y, por lo tanto, se perdían la ceremonia que se celebraba al amanecer. Me encantaba el dicho: “Mujer precavida vale por dos”.


En la vida, uno va planeando, hasta que, de repente, ¡zas!, todo parece conspirar en contra nuestra. Nos pasamos ocho largos meses hablando de este viaje; elegimos cuidadosamente cada destino, la aerolínea y lo que haríamos cada día.


Llegó la fecha y ahí estábamos, mi hijo, listo para la aventura, y mi hija y yo, para ir como acompañantes. Nos aseguraríamos de dejarlo instalado en Suiza para que comenzara la universidad, y nosotras, además, viajaríamos a París y a España, donde visitaríamos a algunos familiares.


Llegamos con mucha anticipación al aeropuerto, hay cosas en las que no me gusta arriesgarme, el tiempo es una de ellas.


La señorita del mostrador de la línea francesa nos confirmó dos veces:

–Sus maletas llegarán hasta su destino final: Zúrich, aun cuando hagan escala en París.

–¿Seguro que ya no tendremos que checarlas nuevamente en París? –pregunté nuevamente.

–Señora, no se preocupe, ¡estarán en Zúrich, esperándola!


Me tranquilicé totalmente. La maleta es de las cosas que uno planea con mucha anticipación; como era un viaje de tres semanas, llevaba todas las cosas necesarias: 12 mudas, ropa interior, dos suéteres, mi chamarra de piel y el impermeable que se hace pequeñito.

Por supuesto que mis sandalias para bañarme, mis cremas especiales y mis champús (soy fan del cuidado de la piel y del cabello), y dos pares de zapatos.


Además de lo anterior, siempre viajo con otras tres cosas: mi libro de oraciones, el collar de perlas que me regaló la abuela (el cual era de su abuela) y una bolsa de vestir. En la mano, solamente llevo una bolsa pequeña, con la cartera y el pasaporte.

Mi maleta, además, parece un kit de sobrevivencia: mis medicinas para la presión, mis gotitas para la alergia, un antibiótico, pastillas para el dolor de cabeza, de estómago, de articulaciones; casi, un surtido envidiado por cualquier farmacia, para cada cosa que pudiera pasarnos.


En el avión, me di una palmada a mí misma. “¡Vaya, no olvidé nada!”. El equipaje venía completo, mi casa la había cerrado, apagado el gas, pagado las cuentas y avisado a todos mis parientes y amigos. ¡Aquí vamos camino a Parííísss! ¿Existe sensación más hermosa?


Llegamos al aeropuerto parisino (uno de los más grandes del mundo) y lo primero que hice fue llenarme los pulmones del aire francés. Una hora de espera, y un par más, para llegar a Zúrich, donde mi hijo se quedaría. Pero para quien le gusta viajar, es una grata emoción. Como diría mi abuela, que, en paz, descanse: “Esto es vida, y lo demás son cosas que no entiendo”.


Finalmente llegamos a Zúrich; el vuelo se retrasó, y en lugar de a las 10 de la noche, aterrizamos a las 12. Al llegar y ver todo tan limpio y ordenado, parece que a uno le entra una especie de seguridad, hasta que la banda en donde están los equipajes se va vaciando y uno se da cuenta que la maleta no está.


–¡No está…! ¡Ayúdeme, por favor! –le digo al empleado que está al otro lado del mostrador.

–Señora –me dice con español cargado de acento suizo–, nosotros no tenemos la culpa, se habrá quedado en París, porque aquí no la hemos recibido. –Y así empieza la pesadilla; casi 15 horas de vuelo, largas horas de espera, la falta de sueño. ¡Quiero llorar!


Mi hija, de 15 años, me ve y me dice –Ma, siempre me has enseñado a ver hacia adelante… No te preocupes, seguramente, nos llegará mañana.


Mi hijo, deteniendo su maleta con las dos manos, sintiéndose culpable y aferrándose como si alguien se la fuera a quitar. Mi primo nos estaba esperando desde hacía horas en la salida del aeropuerto, así que, después de llenar los formularios, lo encontramos y le explicamos lo sucedido. –Ya aparecerá. Ahora, a casa, a descansar y a darse un buen baño.


En cuanto llegué a su casa, corrí al cuarto de baño; claro, en la ducha, ordenaré mis ideas… “¿Y el jabón?, ¿y mi champú?, ¿y mi cremita uno, para la arruguita inferior?, ¿y la dos, para las de la frente?, ¿y la tres, para las mejillas?, ¿y mi ropa interior limpia?, ¿y mi pijama? ¡Nada, nada, nada!”


Mi primo me ofreció prestarme una camiseta, la cual acepto con gusto. ¡Oh sorpresa!, él es muy delgado, y yo, ‘gordis y rechonchis’. ¡Quiero gritar! ¡Acaba de caerme el veinte! No más pastelitos de chocolate… ¡Soy extra-large! ¡Su camiseta me queda de sombrero! –¿Me regalas un cepillito de dientes?


Al día siguiente, comienza la odisea, hacer un súper para comprar lo básico. ¿Y qué creen? ¡Claro, todo en alemán! “¡A ver, escoge un champú adecuado para ti! Una crema

y ¡no encuentro jabón y zacate por ningún lado! Gel y más gel, ¿qué no ven que con eso me queda la piel como sin enjuagar?

Bueno, ya está, ¿cuánto es de esto? ¿Qué? ¡2 mil 900 pesos!, ¡me da el ataque! ¿Sólo en estas cositas?”.


Hemos caminado todo el día, y tuve que comprar un celular para hablar continuamente a la aerolínea. ¡Sorpresa!, la de mi hija apareció y tengo que quedarme a recibirla el día de mañana (no saben a qué hora), y la mía, nada. Un día perdido sin visitar esos pueblitos tan hermosos.


Tendré que comprarme un par de pantalones y un par de blusas. Hoy, lavé mis preciados y únicos pantalones, y claro, con el clima, ¡qué esperanzas! No había manera de secarlos, ¿para qué sirven sino las secadoras de pelo? Por supuesto, terminé después de dos horas.


Llevo tres días en Suiza, y Zúrich queda a una hora y media desde donde estamos, así que “fuera planes”. Todos los días tomamos el metro, el tren, el autobús para llegar hasta allá y recorrerlo completo en búsqueda de una talla para mí. Mi hija no encuentra nada, los pantalones le quedan apretados de las piernas y de la cintura. Las mexicanas tenemos esos cuerpos de formas redondeadas (nadie nos comprende), pero, aquí, las figuras son más altas y más planas. No encontramos ropa adecuada, ¿qué, aquí, todos son flacos?


Finalmente, el tercer día, encuentro una tienda que tiene una sección para mí, un rack con ‘tallas extras’. ¡Eureka! Logro escoger dos pantalones y dos blusas, pero ¿cómo?, vuelvo a lo mismo, somos más dotaditas; las blusas no me cierran y tengo que comprarme unos tops para que no sea necesario abrocharlas todas. Y lo más maravilloso, estaban en oferta. Cada blusa, mil 800 pesos, ¿por una blusita de algodón? Voy sumando y se me quita la ilusión, pero ¿qué hago si no he encontrado nada en tres días?


Además, la alergia de los ojos no me deja en paz, los tengo como ‘sapo’, sin agraviar a esos hermosos anfibios. Mis gotitas están en mi kit de supervivencia…

“¿Dónde está mi maleta? Por favor, que la encuentren”.


Nos hemos ido de Zúrich sin conocer y visitar todos los lugares que queríamos; ahora, regresamos a París, me da ilusión que pueda encontrar ahí mi maleta. Tengo la sensación que ahí se quedó. Llegamos al aeropuerto y nada… no hay equipaje, no maleta, nada.


Dispuestas a disfrutar París, he decidido que una maleta no me va a quitar las ganas y me lanzo, como si fuera a correr el próximo maratón, a recorrer sus calles; no quiero que nos perdamos ni el monumento más pequeño. Combino una blusa con un pantalón, otra blusa con el mismo pantalón, la primera blusa con otro pantalón y así me la llevo.


El cabello lo tengo lleno de nudos porque no he encontrado mi acondicionador, los ojos siguen rojos porque la alergia no se me quita, mi presión, hasta el tope y veo manchitas; pero ¡qué caray!, estamos en París y no es para desperdiciar.

En la última etapa del viaje, llegamos a España, con mi prima; por fin, alguien que me entienda. Me prestó la cremita 1, la cremita 2 y un acondicionador, ¡fantástico! Pude lavar mis escasas prendas y secarlas al sol maravilloso de Barcelona, que, ahora, me parece mágico.


He comido paella tras paella y sigo sin entender por qué aquí no hay tiendas para tallas extras. Ahora, los pantalones que me acabo de comprar ya no me cierran…


En el avión de regreso a mi querido México, pienso en mi periplo. Perder una maleta es, de verdad, una complicación, así que la moraleja es llevar en la maleta de mano un kit pequeño con las medicinas, los artículos de valor y una muda de ropa; claro que, en una pequeña, de 10 kilos, porque si no, no te la dejan pasar.


Cada día, los espacios en el avión son más pequeños, tanto que uno piensa que está viajando en el metro de París.


Queda la esperanza de que encuentren mi equipaje y logre recuperar el bien más preciado que, ahora que regreso a casa, me parece lo más importante: ¡el collar de perlas de mi abuela!

bottom of page